viernes, 26 de febrero de 2010

Soledad

Decidí sacar a pasear mis demonios. Sólo lo hago cunado me lo piden de rodillas y aunque el único arrodillado era yo, les concedí el placer. Al menos eso creyeron. Únicamente lo hacía para que sus gritos se mezclen con la urbanidad y poder olvidarme de ellos.

Allí me senté, a mirar como el viento decidía el destino de las hojas que caía de algunos árboles, deseando que también decida el mío, por mi parte ya estaba enervado de tratar de llevarlos por buen camino.

Era un tarde gris, siempre es gris cuando el sol se abriga de la noche, pero todavía la oscuridad estaba algo clara y se podía deleitar como los grises de mundo, hacían una elegante yunta con el mostaza del otoño que ya había pintado, no sólo los pétalos de la flora, también los abrigos de los transeúntes, que no sé si por una cuestión de moda vestían todos marrones, quizá sólo abrigos viejos cobijando cuerpos nuevos. Yo también buscaba un abrigo que acaricie mis huesos y los calmara de tanto temblar.

Estuve sentado algunas horas, en un banco de color verde, ahora se veía negro como todo lo demás. Estuve aquel tiempo sin notar que a varios cuerpos invisibles, en el mismo banco de la plaza, había una mujer.
La miré en repetidas ocasiones para destrozar con la hipótesis que mi imaginación se burlaba de mi. Pero no, lo comprobé, al menos en todas esas ocasiones ella seguía allí. Casi sin moverse.

Supongo que notó mis movimientos oculares hacia ella y me miró, lo hizo un poco asustada, tal vez con algo de curiosidad que un viejo de barbas largas y teñido de blanco mirara casi esquizofrénicamente.
Cuando las miradas se miraron, ella desgarró la suya sin compasión.
El silencio estaba de fiesta, mis demonios también. Siempre aparecen cuando los recuerdo.

Me acerqué, algo misterioso, ella no percató la cercanía de nuestros cuerpos. Le toqué el hombre lo más sutil que pude, pero ahora no recuerdo si fue sutil o violentamente.
Se dio vuelta como una hoja de un lector apasionado, y pude ver como la más pura de las tristezas, nadaba jubilosamente en ese par de mares azules que miraron con temor.
Estiró el cuello, al tiempo que su ceño se cruzaba de piernas. Sentí como sus músculos se contarían como lo hace una presa en peligro.

- Perdón, no quise asustarla. Me excusé.

- Esta bien. Dijo ella si mostrar interés. Pero sentí cómo esas ganas de hablarle, vestían igual que sus ganas de que le hablara.


- Estuve horas sentado acá y no noté su presencia.

- Si. Dijo ella, mirando hacia delante, convidando su perfil que parecía sólo una silueta, a contraluz de un faro que apenas convidaba luminosidad.

Nos quedamos callados un momento.. sólo fue un momento…

- Estaba enloqueciendo y salí a mirar el mundo. Dije como si ella hubiera preguntado.

- Tenés miedo a enloquecer. Preguntó.

- Un poco…

- Quizá enloquecer lo sane…

- De qué…

- De su soledad. Sentenció con tanta seguridad y determinación que no supe que decir…

- Y vos de que escapas…

- Yo no escapo..

- Y que hacés…

- Acá me ves, ahuyentando tu soledad… y la mía también.

Nos quedamos jugando con las palabras como dos niños lo hacen con juguetes nuevos, intensos, con ganas.
Cada tanto el silencio nos visitaba y nosotros disfrutábamos de su presencia entre algunas muecas de complicidad.

Ella dijo que se tenía que ir y se fue. La vi perderse entre la oscuridad algunos metros hacía el oeste. Yo después de comprobar que mis demonios estaban distraídos también me fui.

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