viernes, 16 de octubre de 2009

Sin palabras

Otra vez la hoja en blanco. Vacía. La punta de su pluma cada tanto arremetía como un ejercito lleno de palabras, convencidas a atacar cada renglón. A la espera una orden que nunca llegaba. Su pulso se movía en cámara lenta lleno de dudas, sin encontrar palabras que den sentido. Afasia. Miedo.
El cenicero mostraba sus muertos alimentando su instinto asesino; mientras sonaba el ritmo de un blues tan viejo como el sol. La misma escena se repetía de nuevo. Una y otra vez. La mas literal de todas las rutinas. “rutina carcelaria”. Pensó. Rutina que no convida sentido. Andrés no podía escribir. Se había comprometido ante su editora a escribir en una semana una novela épica que fantaseo poder escribir entre vasos de whisky y soberbia de alcoba.
Prendió un cigarrillo que había dejado a medias, agradeció en silencio a la tecnología por el ipod. Sepultó un auricular en cada oído. Salió. Manos en los bolsillos. Sobretodo hasta los tobillos y una bufanda roja que le daba una vuelta y media por su cuello.
Encontró la calle y se animó a pisarla a tranco lento. Tranco de no querer llegar o lo que es peor, de no saber donde se va.
Caminó hasta una librería. Entró. Entró como quién entrar a buscar soluciones. Como tantas veces entró a buscar sexo para espantar la soledad.
Se tropezó con un libro nuevo de Saramago, leyó tres hojas y lo dejó. Chusmeó cuentos de varios autores y terminó en el lugar de siempre. Cortazar. Exploró dos cuentos que lo llenaron de vida y cerró el libro como quien cierra paso a pensamientos inmaduros. Volvió a irse. Como hacia siempre que los recuerdos lo enfrenaban con sus debilidades. Cuando llegó a puerta dio cuenta que entre sus manos aún estaba el libro de Cortázar. Acto fallido. Quería que fuese su libro, escrito por él. Por ese instante que parecieron varios soñó su nombre en la portada. Rió placidamente. Dejó el libro y se fue.
Ya afuera. Prendió un 43/70 añejado que encontró en el bolsillo. Pitó violento. Una y otra vez, fomentando su oralidad. Cuando dió cuanta que esa etiqueta era un obsequio de Laura, la pensó. La desnudó lentamente y volvió a sonreir. Metió una mano en el bolsillo mientras la otra se disfrazaba de calma llevando menicamente tacabo a su boca. El que cantaba a su oido era Lou Reed. “perfect day”. Irónico. Pensó.
Recordó que esa canción la habia esuchado en una pelicula. No podía precisar cual. Sacó una libreta pequeña y anotó. “perfect day. Pelicula. Banda de sonido” y cerró. Sabía que nunca buscaría esa pelicula y si vuelve a ver Trainspotting dirá “esa es la canción”. Sólo escribió porque necesitaba escribir. Era convencerse que nunca se olvidaría de hacerlo.
Pisó la colilla contra el piso apagando su luz. Apresuró su andar, el frío estaba crudo y ya comenzaba a seducir sus huesos. Dos niños jugaban en la vereda, los contemplo con nostalgia. Recordó su infancia llena de fútbol y figuritas. Quiso decirles algo, pero calló. Los examinó un tiempo mas y siguió su marcha.
Entró en un bar. Pidió un café; no lo tomó. Lo dejó como el mancebo lo había servido. Y no se movió hasta que el mismo mozo luego que él se fue lo retiró agradeciendo en silencio la propina de ese extraño viejo de barba.
Se sentó frente a la ventana, como esos tipo que ignoran el mundo que no le dan importancia. Pero sólo estaba allí escapando de la soledad; buscando en los rostros de los de allí presentes alguna señal. Buscaba savia. buscaba algo que no estaba seguro que era. Sólo buscaba. Quizás ese sería su camino. Sólo el camino.
Disimuladamente, observó dos mujeres sentadas a su derecha. “cuarentonas” pensó. La rubia fumaba un virginia slim mientras debatían temas triviales, entendió su soledad. Sin embargo se quedó perdido en el escote de su acompañante, un tierna mujer. Ella le había despertado su apetencia sexual. Especuló en una artimaña para captar su atención pero rápidamente desecho esa posibilidad y sólo se limitó a pedir fuego. Miró el reloj 2015, tenía que ir a ver a Laura, Una rubia poco interesante que había conocido en el trabajo. Ambos sabían que los unía el encierro. La llamó y canceló la cita, la conversación duró lo que duran reproches de dos que no se importan un carajo. Siguió observando a los presentes, en el fondo una pareja que se besaba como la primera vez. Los imaginó teniendo sexo, ella montando sobre él. Le gustó lo que pensaba y caviló esa idea como un buen comienzo. Sin amor ni sexo no hay novela, murmuró. Quedó contemplando ese beso con algo de melancolía. Volvió a su primer beso, y ya no recordaba si era Muriel o Magdalena, a las dos le confesó que era su primer beso y ahora no sabia cual era el suyo. Que importa, dijo. Prendió otro cigarrillo. Lo disfrutó mientras intentaba madurar alguna historia que moría antes de nacer, rápidamente chocaba con el tedioso trabajo de caracterizar personajes y desertó otra idea como se desechan las cosas viejas, sin sentido.
Pagó el café y dejó una propina. Se colgó la bufanda con el rancio aroma que se combina entre tabaco y perfume de ayer. Volvió las manos a los bolsillos y se esfumó. Se tropezó con una tapa de cerveza, la pateó hasta la esquina recordando su épocas de potrero, era un participante mediocre pero lo disfrutaba como loco, cada vez que hacia un gol lo gritaba con pasión, pasión que el tiempo fue arrugando pero seguía viva en algún lugar. Siguió su camino a casa esta vez en silencio, quería escuchar al mundo, los ruidos de la cuidad. Bocinas, gritos femeninos y publicidades ambulantes matizaban su andar. Ruido de motores por todos lados, la cuidad nunca para, como el tiempo. El freno de un colectivo lo enloqueció y volvió a sepultar los auriculares, esta vez Piazzolla. Contemplar la cuidad con Piazzolla cantando al oído tiene otro sabor, intenso como el vino, como el primer aliento de la mañana.
Volvió a llamar a Laura, no quería dormir solo. Ella se negó disfrutando el sabor de la venganza.
Sin escalas llegó a su casa, con la ansiedad de un debutante fue hasta su hoja, seguía en blanco y él no traía palabras para convidar.
Volvió a mirar la hora, las agujas marcaban 2215, sintió preso del tiempo y de su cuerpo. Retornó a esa hoja en blanco, el silencio comenzaba a desbordar su cordura. El teléfono sonó y lo hizo volver al mundo, era Laura. Estaba camino a su casa. Llegó con un merlot de alguna bodega francesa, cenaron en silenció y bebieron sin pausa. Hicieron el amor con la intensidad de ese beso contemplado en el café, se abrazaron para espantar una vez mas la soledad, durmieron frente a frente sintiendo sus respiraciones escuchando como el aire entraba y salía siguiendo todas las leyes de la mecánica. Se sintieron abrigados y durmieron. Soñaron. Ella con él, él con la mujer del café.
Cuando se levantó ella ya no estaba allí. Fue hasta a la mesa y el papel había cambiado, ella había escrito algunas palabras antes de marchar. “ tu hoja ya tiene palabras, no tiene tu pluma pero tiene tu marca, en mi.” Esa palabras le arrancaron una sonrisa y esa sonrisa algunas ideas que el tiempo supo madurar.

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