viernes, 19 de marzo de 2010

Cinco minutos

Me gustaba verla dormir. Pasaba largos ratos despierto, cuando ella dormía junto a su cuerpo inerte.
Dejando bailar mi imaginación, especulando sus sueños. Jugando con sus quimeras.
Sin proponérmelo se convirtió en un ritual, me despertaba un ratito antes que el mundo comience a girar. Sólo para contemplarla.

Cinco minutos antes que el despertador nos devuelva a la realidad yo estaba allí. Observándola, intenso.
Prendía un cigarrillo en ayunas, acompañado de las luces del alba y de un delicioso silencio que tanto disfrutaba.
¡Como disfrutaba de aquello! Era mi ritual, mi droga, mi guarida, mi refugio.
Era mi abrigo del mundo. Los disfrutaba, como un niño la hora de jugar.

Ella ya no está. Se fue. La rutina nos destruyó y nuestro amor envejeció antes que nosotros. Nuestras cosas en común eran cada vez menos comunes y el amor que con tanta dedicación habíamos construido se demolió: lento, despacio, dolorosamente.
Y se fue. Me dejó. Nos dejamos. Y cada uno siguió, como pudo. Yo malherido sin demasiadas fuerzas, pero con algunas. Las suficientes para seguir.

La volví a ver mucho tiempo después. De casualidad. Nos cruzamos y nos miramos a los ojos. Era la única forma de reconocernos. De reconocer. A lo ojos.
Ellos siempre están iguales, inmunes al paso del tiempo. Ella había sentido el paso del tiempo, yo lo había sufrido.
Pero los ojos no. Ellos siempre están allí. En el mismo lugar. Siempre están iguales hasta el último de los parpadeos.
Es lo que nunca cambia, lo que nos mantiene siendo diferentes pero iguales.
Cuando nos miramos nos reconocimos. En ese momento aunque sabía que era ella, supe que su sonrisa tampoco había cambiado. Esa sonrisa que no podría explicar, no porque no se pueda, simplemente porque carezco de la facultad de ponerla en palabras.
Lo cierto que su sonrisa no había cambiado. La mía, la mía no lo sé.

Y nos reímos y hablamos tanto que lo olvidé. Fueron algunos minutos de pura verborragía, de presente y pasado, no había mucho futuro para discutir.

Yo nunca le había contado de esos cinco minutos, y me pareció que era una buena ocasión, quizá la última y cuando se estaba yendo la tomé del brazo y le dije. Le narré lo que hacía cada mañana, cinco minutos antes que el reloj nos ponga en alerta. Le conté porque moría de ganas de saber su reacción, quizá era para conquistarla nuevamente, aunque sabía que no era por eso.

Ella sonrió, miró el suelo en un segundo que pareció mucho más y me dijo que ya sabía.
Que ella sabía que yo la miraba y le gustaba esa situación, que también la disfrutaba.
Nos reímos nuevamente y no dijimos más nada y cuando me estaba yendo, fue ella quien me tomó del brazo y me dijo que se levantaba 15 minutos antes, y me observaba durante diez minutos. Que volvía a la cama cuando me estaba despertando.

No pude contener la emoción, ni siquiera sabia si era cierto pero no pude contener, una risotada bochinchera, que llamó la atención de los que por ahí pasaban. Podrían haber sido lágrimas de mar, pero fue una sonrisa, de esas de verdad. Esas que revelan cosas, que ponen luz donde no la hay. Que muestran el alma. Así me sentí, riendo como un niño.

Ella también rió. No hubo más brazos, los dos nos dejamos ir. Pensaba que pensaba, que sentía de ese encuentro tan extraño, pero me quedé con lo que pensaba yo, con lo que sentía yo.
Y me fui, y se fue. Y nos fuimos.-

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me encanto!! Tu mas fiel seguidora

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